Viaje a la utopía urbana

Un pequeño derrama leche de su mamila en la impecable camisola de su vecino de asiento...

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Un pequeño derrama leche de su mamila en la impecable camisola de su vecino de asiento, se trata de un trabajador del  hotel resort Palace, de la zona hotelera, mientras le lanza una mirada al infante, con ganas de eliminarlo de la tierra; el inocente ríe y su madre, solícita y angustiada, trata nerviosamente de limpiarle con su pañuelo. 

Al fondo una pareja  adolescente se besa emocionada con  rubor juvenil y  nerviosismo excitante.

Un viejecito le comenta a su acompañante los errores del gobierno en el pago de las pensiones, con las que cada día se adquiere menos producto, por lo caro que está todo en el mercado y añade: “pero la próxima vez que pidan mi voto, no les daré ni ma… ¡ya basta!”. 

Y una mujer regordeta, que ha trascendido, aproximadamente, las cinco décadas de edad,  envalentona la voz y casi a gritos pegados al celular, le ordena a la hija: “¡pídele el divorcio!, pero asegúrate que no te vaya a dejar en la calle, con tres bocas qué  mantener”.

En ese momento “el Turicun” intempestivamente frena y el conductor abandona su asiento guía para auxiliar a un ancianito que sufre en el suelo de un ataque epiléptico. Su cuerpo se convulsiona y corren a levantarlo para guarecerlo bajo un árbol en espera de su recuperación. Todos observamos la escena. Alguien marca su teléfono celular solicitando una ambulancia y el conductor toma su asiento y prosigue su marcha por la transitada avenida Tulum. 

Más adelante asciende un ciudadano con desesperación de dolor reflejado en el rostro y pide, angustiosamente, apoyo económico para curarse de los riñones y muestra una bolsa conteniendo un líquido amarillo, argumentando estar sometido a recurrentes diálisis.

Cuando lo hace los pasajeros solidarios, en su mayoría, le entregan monedas con expresiones preocupantes, tristes. Aquel hombre nos bendice y se retira con pasos lentos y angustiado el rostro. Para ese tiempo el trabajador hotelero se ha retirado; el niño travieso duerme en los brazos de su madre; los adolescentes intercambian información educativa de sus libretas; el jubilado se ha quedado solo, sin su acompañante, y mira tras los cristales de la ventanilla, el transcurso activo de la gente mundana; y la madre regañona del celular, le comenta a su comadre, más comedida: “lo que nos hacen sufrir nuestras hijas, sobre todo cuando eligen al hombre equivocado”.

El conductor refleja la vista en los espejos que controla la visión. Son sus ojos prolongados, dentro y alrededor de su vehículo.  El Turicun circula en una de las calles centrales de Cancún, en punto de las 14.00 horas, cuando el calor aprieta, aumentando su efervescencia y amenazando con desquiciar los nervios de los transeúntes. 

Desciendo en la avenida Nichupté, pensativo, abstraído y nervioso: ¿en un plazo tan corto de lugar y con tanta peripecia accidentada? Reflexiono en la consistencia de la vida. En la angustia, el dolor, en la carencia; en la edad, el vencimiento físico y la muerte, y sólo alcanzo a pescar una idea: “tanto sufrir, para morirse uno”. Mientras veo alejarse con extraña nostalgia aquel Turicun que viaja por la utopía urbana.

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