Las visiones del Rey Enrique IV

La obra hace eco en la actualidad demostrando que se puede hacer un teatro social sin ser realista ni panfletario...

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“Ya comienzan las luces… sí, ya es hora”, profiere Enrique IV en la voz de Tanicho al comenzar “Las visiones del Rey Enrique IV”, obra de José Ramón Enríquez dirigida por Miguel Angel Canto. En los aposentos reales, el más triste y despreciado monarca de los que hubo en España da cuenta de sus últimos días, aquejados por epifanías de un futuro comprometido por el presente, cuyo ejemplo es Castilla, un reino donde es vilipendiado por homosexual, ecologista, pacifista e impotente que gusta rodearse de moros y judíos, algo que no le perdonarían los aspirantes a su trono. 

En una escenografía llena de alfombras y almohadones con motivos arábigos, Al-Habd (Marcos Gan), siervo y sabio a las órdenes del rey, asiste en todo a su amo y amante, lo cual no es bien visto en la corte, en especial ahora que su protegido y aliado, Beltrán de la Cueva (Pablo Herrero), ha entregado las órdenes para su propio exilio, incapaz de hacer frente a las intrigas y al escarnio popular. 

Todo esto se ve agravado por las dolencias del monarca, quien ve cosas y escucha voces al ser visitado por el fantasma de los tiempos por venir. “Nuestro futuro, amor, es algo turbio”, le dice al negrazo que tiene por sirviente. 

La infanta Isabel (Alejandra Argoytia), más tarde conocida como Isabel la Católica, le ruega que derrame sangre mora, pues teme su traición hacia el bando de los musulmanes y el Islam. 

Las visiones pronto profetizan las teas ardientes de la inquisición y la matanza que se avecina más allá de los mares, adelantando la conquista de América, vislumbrando los horrores que se avecinan, suplicándole a su hermanastra que no los mate y que no insista en  bautizarlos. A lo que su hermana, con desprecio y amenazante, responde: “Ay del hereje, del moro, del pérfido judío…”, prefigurando al Santo Oficio, donde tantos infieles morirán de no aceptar la cruz cristiana sobre sus espaldas. 

Después de un conmovedor monólogo final de Enrique IV, donde habla de su sueño constante de escuchar al diverso y de su amor por los árboles, él y Al-Habd se muestran como son, fundiéndose en un beso que devora el veneno de su amor innombrable.

A manera de interludios escénicos aparece El lector (Enríquez), que dota de intertextualidad su propia dramaturgia, situando al espectador en un contexto histórico y poético, utilizando como referentes lo mismo el Cantar de los cantares que a Maquiavelo.

La obra hace eco en la actualidad demostrando que se puede hacer un teatro social sin ser realista ni panfletario, pues la discriminación, las guerras son una constante. El texto escrito en verso nos da un paseo de la mano del erotismo y la poesía, propiciando la reflexión no sin advertirnos que el olvido es la muerte.

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