La fiesta de nuestros muertos
En estos días los deseos parecen mezclarse con nuestra fe más que nunca...
La cultura mexicana tiene magia: en ella el dolor de la muerte se convierte en una celebración de la vida. Eso es lo que hacemos año tras año, estrujamos nuestras penas y las revolvemos con harina de trigo, sal, azúcar, semillas de anís y levadura. Cocemos en el horno de piedra un pan de sabor especial, el cual se acompaña con chocolate caliente y un plato de comida, entonces comienza la fiesta de nuestros muertos.
En la idiosincrasia mexicana, el culto hacia el fallecido se inicia con el día de su funeral pero perdura durante el resto del tiempo. La verdadera despedida de un ser querido suele ser bastante dolorosa; sin embargo, existen pequeñas costumbres que impregnan en los funerales un ambiente festivo, como el hecho de que se reúna toda la familia, el repartir comida entre los asistentes e incluso en algunas ocasiones está presente la música, aquella que le gustaba al muertito.
El motivo es que, si bien nos duele en la parte más sensible del alma la pérdida de un ser querido, podemos entender que a partir de ese momento habitará un lugar probablemente mejor que el nuestro. Basados en esta idea, enterramos el dolor y celebramos para sanar nuestras heridas.
Durante las fechas dedicadas a los fieles difuntos, nuestros pueblos se tornan de un ambiente muy diferente al resto del año. Parecen sumergirse en un recuerdo que, si bien no lastima, sí inquieta. Las casas se maquillan de una forma especial, se ponen vestidos de colores, y el aire que vacila por las calles es benévolo para el corazón. No lo quema ni lo enfría. Las noches parecen volverse más interesantes y cálidas, aunque el miedo a las historias oscuras nos perturbe un poco.
En estos días los deseos parecen mezclarse con nuestra fe más que nunca. Y vamos a la muerte para sentirnos todavía vivos, y nuestros muertos regresan a nosotros aunque sea para compartir un pedazo de pan.