¿Ya van a poner orden o seguimos así?

En un país poblado mayormente de buenos ciudadanos no sería casi necesario recoger la basura de las calles.

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El buen ciudadano no tiene por qué pisar jamás la cárcel. Y tampoco comete siquiera las infracciones más comunes —ignorar la luz de los semáforos, desatender sus obligaciones fiscales, aparcar el coche en zonas prohibidas, brincarse los lugares de una fila, tirar basura en las calles, etcétera, etcétera— sino que su comportamiento está siempre determinado por el respeto a las normas de la convivencia pública. Eso, y no otra cosa, es el civismo.

En un país poblado mayormente de buenos ciudadanos no sería casi necesario recoger la basura de las calles ni reparar el mobiliario urbano; ese lugar ideal sería también un espacio armonioso y pacífico donde el ejercicio de la autoridad no requeriría de coerciones o rudezas excesivas.

Cuando se habla de que el Estado es el único agente con la facultad de ejercer la violencia —y que este ejercicio de la fuerza es perfectamente legítimo— se está reconociendo que la utilización de la brutalidad es necesaria, en algunas ocasiones y en casos obligadamente extremos, para responder a la insubordinación de ciertos individuos. Esto no lo tenemos muy claro en un país como el nuestro, donde la actuación de ciudadanos desobedientes, transgresores, indisciplinados y rebeldes no es controlada por la fuerza pública aunque se vean afectados seriamente los intereses generales y los derechos de terceros.

Hay aquí una interesada, y muy nefasta, confusión entre el término “reprimir” —entendido éste en la segunda acepción que nos ofrece el diccionario de la Real Academia: Contener, detener o castigar, por lo general desde el poder y con el uso de la violencia, actuaciones políticas y sociales— y otros vocablos como “poner orden”, “proteger” los bienes de los afectados por los desmanes y, en todo caso, “asegurar” las garantías fundamentales de la mayoría de los habitantes de la nación.

Las autoridades de este país han decidido desentenderse criminalmente de la aplicación de la ley en todo aquel caso en que exista la más mínima sospecha de que pueda tratarse de una manifestación “social”. Y así, ocurren auténticas atrocidades: el linchamiento de tres policías en las afueras de la capital de la República —consentido por un gobierno local que no solo se abstuvo de intervenir para cumplir con sus responsabilidades sino cuyo mandatario de turno, irremediablemente infectado de benévolo y paternalista populismo, prácticamente justificó la barbarie (pretextando unos “usos y costumbres” que, madre mía, ojalá nunca adquieran patente de corso); el terrorífico suceso en que unos estudiantes normalistas de Guerrero quemaron vivo al empleado de una estación de servicio (un hecho, encima, en el que no se ha hecho justicia precisamente porque nuestros fiscales y nuestros jueces no intentan siquiera castigar un bestial asesinato, sino que su mayor preocupación es llevar la fiesta en paz con los agitadores); o, por último, el asesinato de un vecino que, en Oaxaca, intentó simplemente abrirse paso entre una turba de maestros salvajes para llegar a su casa.

Y no hablemos ya de los bloqueos, del cierre de supermercados, de las afectaciones a los comerciantes y de las colosales pérdidas económicas causadas por todos estos revoltosos que, un día sí y el otro también, alteran catastróficamente el orden público, sean los maestros de la CETEG y los alumnos normalistas en Guerrero, los profesores de la CNTE y la Sección 22 del SNTE en Oaxaca, los militantes de Antorcha Campesina que se disputan rutas de microbús y que incendian los vehículos de sus competidores en el Estado de México, los macheteros de Atenco que retienen por la fuerza a funcionarios a los que están a punto de quemar vivos (y los policías que luego intervienen con una brutalidad absolutamente innecesaria), los estudiantes de la UACM que toman por asalto durante semanas enteras las instalaciones de su universidad, los jóvenes incendiarios que perpetran actos vandálicos a su antojo el día de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto o, en un apartado que no corresponde ya a las movilizaciones debidas presuntamente a “causas sociales”, los violentos que destruyen las instalaciones del Metro en Ciudad de México o que aterrorizan a los aficionados que acuden a los estadios.

Estamos hablando aquí de una inquietante manifestación de mala ciudadanía por parte de millones de mexicanos. Gente que está más allá de cualquier preocupación sobre la necesidad de convivir pacíficamente con sus semejantes, que no tiene la menor intención de respetar las reglas y a la que no le interesa en lo absoluto el bien común. Personas sin sentido de comunidad y sin capacidad alguna para entender los valores cívicos. Ciudadanos, como ya lo he dicho muchas veces, que ya están ahí y con los que tendremos que lidiar todos los demás. Este colosal problema, ¿sigue sin preocuparles a nuestras autoridades?

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