'El Chayo' ordenaba a las gallinas poner huevos

El líder de Los Caballeros Templarios contó en un libro autobiográfico su fascinación por personajes como Kalimán, creía que podía hipnotizar animales.

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El líder de las autodefensas Estanislao Beltrán muestra espada con una cruz que confiscaron a Los Caballeros Templarios. (Milenio)
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Juan Pablo Becerra-Acosta/Milenio
MÉXICO, D.F.- El título de su autobiografía es elocuente: Me dicen: “el más loco”. Y sí. Lo aceptaba tal cual. Nazario Moreno González, El Chayo, líder y fundador del cártel de Los Caballeros templarios (abatido la semana pasada por marinos) redactó en su libro que así fue desde chico: el más loco. 

El librito, de 101 páginas, cuyos derechos pertenecen a su viuda, apareció publicado justo después de que el gobierno de Felipe Calderón lo dio por muerto, luego de enfrentamientos que ocurrieron en el municipio de Apatzingán el 8 y 9 de diciembre de 2010, en los alrededores de la comunidad llamada Holanda.  

En las primeras 83 páginas el hombre describe toda su vida hasta el día previo a su falsa muerte. En las páginas restantes se hace una recreación de aquellas batallas y de su fingida caída en combate, epílogo supuestamente tecleado por un colaborador. 

Hoy se sabe que no fue así, que el propio Nazario Moreno lo redactó.

Este es un espejeo que hizo de sí mismo el sujeto que soñaba con ser como Kalimán, el individuo que estaba convencido de que poseía un poder mental para comunicarse con animales. 

Se trata de “una especie de diario personal que escribo en las noches de soledad en la serranía”, donde confiesa que desde pequeño le gustaba la violencia, que le fascinaba jugar a “las guerritas”. Y desde aquellas batallas infantiles… ya fingía su muerte para renacer y acabar a balazos con sus contrincantes. 

Esta es la precuela de una vida delirante que durante años ocasionó cientos de muertes y terror en la Tierra Caliente de Michoacán…

Se volvió mesiánico

Nació el 8 de marzo de 1970, a las cinco de la mañana, en la ranchería Guanajuatillo del municipio de Apatzingán. Tuvo 12 hermanos. Con su padre no contaba, “pues aparte del vicio del alcohol, tenía la debilidad de ser muy mujeriego, dejando a mi madre en el abandono con la ‘charracuatera’ de chiquillos”. 

De adulto se convirtió en alcohólico como su papá y, según dice, se rehabilitó y trató de pasar el mensaje de AA a miles de personas más. Se volvió mesiánico, padecía delirios parnasianos. 

Con su madre tenía una relación de amor-odio. Decía que estaba vivo gracias a ella, que sus bendiciones lo habían salvado de morir en numerosos enfrentamientos armados. Eso de grande, pero de chico “nos trataba a golpes, especialmente a mí, por inquieto y peleonero”. 

La mujer educó a sus hijos con disciplina “férrea”. Una vez castigó a Nazario durante todo un día, obligándolo a ponerse de rodillas en el camino que llevaba a su rancho, con los brazos en cruz, por el supuesto robo de un animal. 

“Un ultraje a mi orgullo y una humillación enorme y exagerada que todavía, cuando la recuerdo, siento que me hierve la sangre por castigo tan vil e inmerecido”. Fue tanta su “severidad”,  que provocó que todos sus hijos fueran “desdichados en nuestra niñez”. Violencia intrafamiliar era lo habitual: “Yo creo que no fueron cientos, sino miles las veces que me golpearon mis padres”. 

Su vida cotidiana no le gustaba: “Trabajo y cintarazos era lo rutinario. ¿Qué se podía esperar de un niño tratado de esa manera?”, intenta justificar su cariz violento y delictivo de adulto. 

Pero lo cierto es que desde chico literalmente adoraba la sangre. Creció “salvaje”. Llegó a pelearse hasta 10 veces en un día con otros chamacos de su ranchería o de los poblados vecinos. No siempre ganaba. A veces le dieron tremendas golpizas, “unas chingas de padre y señor mío”. 

Su vida cotidiana era de trabajo y cintarazos, pensaba que podía usar telepatía con los animales; aprendió a leer por curiosidad, para leer cómics

Llegó a pelear sin detenerse durante diez minutos hasta terminar todo sangrado del rostro. No sentía dolor, la ira lo cegaba y anestesiaba: “Yo tengo la ventaja de que cuando peleo, ni los golpes siento, por lo que me dejo ir a lo loco”. 

Un día, en castigo, sus hermanos le dieron, “me figuro que más de 200 azotes”. Al cabo del tiempo ya nadie quería pelear con él y le inventaron la leyenda de que “estaba estudiando defensa personal por correspondencia, cuando yo ni sabía leer”. Desde entonces le pusieron el apodo que le encantaba, que lo marcó: El más loco. 

Nunca fue a la escuela. No sabía leer ni escribir. Aprendió por curiosidad, para leer cómics. Como no había luz en su ranchería, en un “destartalado radiecito” de pilas escuchaba las radionovelas de Kalimán y Porfirio Cadenas (este último, justiciero que se enfrentaba a los poderosos que abusaban del pueblo y repartía riquezas entre los pobres). Quería ser un héroe como ellos. Y ese deseo lo obsesionó hasta el grado del alucine: se convenció de que su mente, como la de Kalimán, era sobrehumana, que podía usar telepatía con los animales. 

A las gallinas se les quedaba mirando fijamente y les ordenaba mentalmente: “Pon un huevo”. La bestia que “más caso” hacía a sus “instrucciones” mentales era su burro, a quien premiaba con mazorcas. También “los perros, las vacas, los caballos y algo, muy poquito, los chivos”. Los puercos no, porque eran “rebeldes y desobedientes”. 

Acostumbrado a ver a los hombres con pistolas fajadas al cinto, desde pequeño jugaba “a las guerritas”. 

Curiosamente, desde esa época fingía, se hacía… “el muerto”. Y luego decía que no, que no lo estaba, que solamente lo habían herido y… acababa con sus contrincantes, con sus amiguitos de juego. Precuela del fingimiento y recreación de su falsa muerte durante el sexenio de Calderón.

Trabajó vendiendo cerillos, pelando cebollas y tirando la basura de los locatarios en un mercado. Eso, cuando no estaba en el campo en la cosecha de melón. 

El 27 de agosto de 1986, a los 16 años, se fue a Estados Unidos. Compró un boleto en la línea Tres Estrellas de Oro rumbo a Tijuana. 

“Como que me quitaba una soga del cuello, como que terminaba una prisión en la que estuve encerrado 16 años”. 

El 31 de agosto, en la madrugada, cruzó a San Isidro. Luego se dirigió a San José. Al poco tiempo se fue a vivir a Redwood City, a casa de una prima y su esposo. Ahí quedó marcado, trazado su futuro. El resto de su vida criminal...

Introducía de EU autos chocolate y comercializaba limones

Trabajaba de ayudante de jardinería con un amigo de la pareja. Un día caminó sin rumbo hasta llegar a un parque. 

Se sentó en una banca. De pronto se percató que algunos hombres vendían droga a gente que se aproximaba al lugar en sus coches. Los vendedores, averiguó, se surtían en un edificio contiguo. “Me quedé observando y me di cuenta de que el negocio era grande”. 

Le contó lo que había visto a su patrón jardinero, quien resultó marihuanero, y le regaló una libra (450 gramos) de mota para que “la realizara”. 

Se fue al parque a vender pero un mexicano y un afroamericano se acercaron a intimidarlo, este último con una navaja. Tumbó al piso al negro, tomó el puñal y el otro hombre huyó. “Desde ese día nadie me molestó y pude ganar muchos dólares”. Obtuvo 925 de su primera venta de droga, de los cuales envió 329 a su madre. 

Dos años después, ya con la mayoría de edad y bastante dinero, en 1988 regresó a México. Se puso a trabajar “a medias” con campesinos de Apatzingán, justamente… para sembrar marihuana. 

La vendía a compradores de Guadalajara, Puebla e Hidalgo. Al mismo tiempo se asoció con un hermano para introducir coches chocolate a México. En un año trajeron “miles de coches” que vendían en varios estados. 
Llevaban decenas de amigos desde Apatzingán hasta la frontera para que condujeran los vehículos a través del país hasta Michoacán. 

Volvió a Estados Unidos ya casado, vivó en Río Grande, Texas, y luego en McAllen. En un viaje a Apatzingán,  durante una borrachera, le dio de tiros a un médico, él acabó herido y fue llevado a la cárcel. Lo trasladaron a una prisión en Uruapan y luego a Morelia hasta noviembre de 1989. Ya libre, el alcohol lo hizo cambiar puños por pistolas y durante largo tiempo protagonizó “cosas mucho más graves y violentas”. 

Volvió a McAllen y siguió vendiendo coches hasta 1991. Además de droga, se infiere. Se fue a California, a Palo Alto y Redwood, y siguió así hasta 1994. Luego compraba sombreros en San Francisco del Rincón, Guanajuato, y los vendía en Texas, California y Atlanta. 

En Apatzingán, y a la distancia, aparentemente para lavar dinero también, empezó a comprar limón para venderlo en Guadalajara, Monterrey y el Distrito Federal. También formó una asociación de taxistas. 

Creía que todo lo que tocaba lo convertía en oro, al punto de la locura: se aficionó a buscar inexistentes “tesoros y minas”. “Había caído en el negro y tenebroso laberinto de los mundos fantasiosos”. Se metió a AA y se volvió adicto a todo tipo de sociedades secretas. De ahí lo de los templarios. Y no dejaba la Biblia.
 
Siguió con sus negocios, a los que agregó el de llantas usadas, que compraba en Minnesota y las traficaba a México. Tenía ya tanto dinero, que no le importaba perder una partida de póker e invitar a sus amigos a un tour por Nueva York, Chicago y Dallas. La pérdida de cinco hermanos hizo que se comparara… con la familia Kennedy. 

En 2000 fundó el cártel de La Familia michoacana. Y alucinó. Se convenció de que encabezaba una lucha social como las de Zapata, Villa, Genaro Vázquez, Lucio Cabañas y hasta el Che Guevara, sin olvidar a los del cuartel Madera y los estudiantes de 68. Pero a partir de ese momento, lo que emprendió fue una guerra contra el cártel de Los Zetas, que ensangrentó Michoacán. 

Una disputa que luego dio vida a la extorsionadora y despiadada agrupación de Los Caballeros templarios que, literalmente, se convirtió en un poder paralelo al fallido Estado en la Tierra Caliente de Michoacán… 

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