De Cancún al Kilimanjaro VI

Después de los cuatro mil metros, la vegetación desaparece: piedras y hielo son los únicos elementos del paisaje en la tundra.

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Por Fernando Martí

Al fin, un valiente.
A dos grados centígrados, con ráfagas de viento intermitentes, un guía decide que es demasiado desaseo y, frente a una multitud de chamarras, gorros y bufandas, con un coro animoso de pullas y de aullidos, se dan un baño a cubetazos en este gélido amanecer. 

Es verdad que el sol ayuda un poco, pero quienes marchamos en esta caravana, y tan sólo nos lavamos las manos antes de comer (y nos enjuagamos a toda prisa la cara), encontramos el lance divertido, pero para nada ejemplar. Es cierto, llevamos seis días sin bañarnos, y todavía nos faltan tres, pero eso se sabe (y se acepta) antes de iniciar la marcha.

Desde luego, la tecnología moderna permite aliviar un poco los rigores de tanto desaliño. Hay quienes llevan sus toallitas húmedas, hay quienes se aplican desodorante, incluso no faltan lo que se rocían con algo de colonia, pero un baño en forma (ni siquiera en la versión cowboy), está fuera del alcance de la mano.

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La razón es muy simple: el agua es un producto valioso y escaso en el volcán. En Karanga Hut, por ejemplo, los porteadores tienen que descender 250 metros, hasta el ojo de agua más cercano, para luego acarrear el preciado líquido en bidones de 20 litros. Peor aún, ese es la última fuente del vital líquido antes de la cumbre. En consecuencia, hoy tendrán que bajar dos veces: la primera, para el consumo del día, y la segunda, para el consumo del día siguiente, lo que implica que llevarán los garrafones, casi siempre sobre sus cabezas, los muchos kilómetros que aún nos separan del último campamento.

La falta de higiene, vale decir, es más incómoda los primeros días que los últimos. Como sea, la nariz se va acostumbrando al asalto agrio del sudor acumulado y la ropa maloliente (el golpe traicionero, dirían algunos) y, aunque de repente te llega un tufo insoportable, de alguna manera lo soportas (sobre todo si el tufo proviene de tí mismo).

La otra rutina de baño indispensable, el llamado de la naturaleza, cada quien lo arregla a su manera, por lo general apartándose del grupo unos minutos y buscando refugio tras los arbustos o las peñas.

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Los guías te advierten que, siguiendo la política de no dejar rastro, debes llevar tu bolsita de plástico y depositar ahí el papel higiénico, que luego irá a dar a los contenedores de basura, pero no todo mundo hace caso de esta regla.

Como sea, el caso del bañista madrugador compite esta mañana con un espectáculo superior: la vista plena de la cumbre. Al alcance de la mano, las faldas del volcán dejan ver los glaciares colgantes y las profundas gargantas en toda su magnificencia. Cierto, no parece un paraje accesible, ni se ven con claridad las rutas de ascenso, pero ese es un problema que se puede posponer (hasta el día siguiente).

Por lo pronto, todo mundo saca su cámara y aprovecha el momento.

Una verdadera multitud abandona el campamento tras el desayuno. Como en la jornada anterior se nos unieron los andarines provenientes de la ruta Machame, hoy somos alrededor de 200 excursionistas los que estamos en marcha. Si calculas cuatro porteadores por cabeza, tienes casi un millar de personas en la caravana.

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Una ojeada al tropel me permite curiosear sobre el origen de los caminantes. Más de la mitad son europeos, sobre todo alemanes e italianos. Los británicos y sus súbditos, de Australia y Nueva Zelanda, también forman legión. Hay por ahí un grupo de chavales españoles, una media docena, que discuten sin parar de fútbol y le dejan saber al mundo que la tía que se dejó embarazar por Ronaldo es muy lista, pues con ese desliz resolvió para siempre su problema económico.

Americanos y canadienses también tienen presencia. Lo demás es tuti fruti: japoneses, coreanos, sudafricanos, israelitas. Brillan por su ausencia los latinos: en esta multitud de andarines sólo estamos dos mexicanos, aunque el guía me cuenta que con frecuencia se apuntan chilenos y argentinos. Otra ausencia afrentosa son los tanzanos: la excursión es muy cara para la mayoría, aunque el Kilimanjaro les pertenezca. En este país del África negra, todos los turistas son blancos (o negros extranjeros).

Con el cráter en el costado izquierdo, la tundra asciende con un declive considerable y constante. El costado del volcán, gris, plomizo, cubierto a veces por la bruma, es sobrecogedor: una pared oscura de lava y arena, que remata en un arco de piedra inverosímil, como puesto ahí para una película.

La jornada es larga, cinco o seis horas, porque es necesario moderar el paso (ya estamos arriba de los cuatro mil metros). Además, tiene un remate áspero: una cuesta muy empinada anuncia la llegada al último campamento, Barafu Hut, cuyo principal atractivo es observar, con la ayuda de los binoculares, la quebradiza ruta que nos llevará en pocas horas hasta la montaña más alta de África. 

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Día 6
Septiembre 10 / 7:40 de la tarde-noche 
Barafu Camp / Altitud: 4,673 m


A (casi) cinco mil metros de altura, las tardes pueden ser muy aburridas. 

Para empezar, hace un frío atroz, y la única manera de combatirlo es permaneciendo dentro de las tiendas de campaña. Bien forrado, todavía queda un recurso extremo, pero aún peor de tedioso: aislarse del mundo y meterse al saco de dormir. Afuera o adentro, hay que esperar a que se ponga el sol y que salga la luna, que se presentará, redonda y sonrosada, unas horas después.

Mientras eso sucede, hay que matar el tiempo. Esta noche intentaremos alcanzar la cumbre, pero las horas faltantes transcurren con excesiva lentitud. No hay mucho qué hacer. No se puede comer, porque el ascenso puede provocar náuseas y te arriesgas a terminar con el estómago al revés. No se puede leer: hay que conservar intacta la carga de las baterías (aparte de que nadie acarrea  libros a estas páramos). No se puede dormir: nada lo impide, salvo el metabolismo, que no te deja conciliar el sueño a estas alturas. Ignoro la razón, pero es un hecho bien conocido que los alpinistas duermen mal y poco. Eso afecta también a los guías locales y a los alpinistas expertos, que ven reducidas sus horas de sueño profundo y reparador. No deja de ser una paradoja que, entre más cansado estés, menos logras descansar. Aquí hay un mérito adicional, que no aparece en las crónicas: la conquista de las grandes cumbres, en general, corre por cuenta de escaladores que suman varias noches de insomnio, y que aún antes de iniciar el asalto ya se encuentran desvelados y exhaustos.     

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Es la noche previa, es la víspera, y no hay pasatiempo posible, como no sean los escapes de las tardes aburridas que ofrece la tecnología moderna: oír música con los audífonos, perder tiempo con los videojuegos, ver una película en la computadora. Diversión en solitario, que de alguna manera hace ver ridículo el hecho de viajar miles de kilómetros, para terminar haciendo lo mismo que se hace en casa.

Ayer fue luna llena, una fecha codiciada por los excursionistas para alcanzar la cima. La máxima intensidad luminosa del satélite terráqueo es interpretada como un buen augurio, y no sólo aquí, en el centro de África, sino en muchas regiones del globo. En Macchu Pichu (en el Perú), en el monte Taishán (en China), en el campamento base del Everest (en Nepal), en las ciudades mayas de Tikal y de Chichén, se ha puesto de moda que las visitas coincidan con el plenilunio.

Ayer fue luna llena, pero la silueta lunar de la siguiente noche no decepciona. El disco plateado es tan luminoso que las linternas no son necesarias. Aún antes de elevarse en el horizonte, el satélite proyecta su brillo sobre el campamento. Una hora antes de la medianoche, con toda parsimonia, iniciamos los preparativos. Hay que ser cauteloso con el contenido de las mochilas, pues aquí los olvidos no tienen remedio: botellas de agua, barras de chocolate, cámara de fotos, baterías de repuesto, linterna de minero. No es necesario llevar cambio de ropa, pues hace tanto frío, que toda la que necesites la llevas puesta. Un ritual especial demanda el calzado. Tras tantas jornadas, casi todos sufren las consecuencias del rigor de las botas. Muchos tienen ampollas o llagas, para no hablar de las uñas rotas y moradas, heridas de guerra que hay que limpiar y proteger, con alcohol o linimento, con vendas y curitas, y aislar con los calcetines de la mejor manera, porque esas minúsculas lesiones pueden convertir toda la excursión en un fracaso. 

Otro prolegómeno reconfortante: ingerir líquidos calientes. Chocolate, té negro, agua simple, lo que se trata es de elevar la sensación térmica (la temperatura se mantiene estable), antes de salir a la intemperie.

Al fin, a la medianoche, Josephat da la señal de partida. Otros grupos se han adelantado: en la noche negra, una serpiente de luces da cuenta del avance de los grupos por la falda del volcán. A caminar, no hay de otra. Pole pole, despacio despacio, que la cosa va para largo. Esta es la noche que anhelan y temen los alpinistas. Todo lo anterior han sido preparativos. Aquí no existen las victorias parciales, ni los empates: o llegas a la cumbre, o fracasaste.        

Continuará.

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