Jubilación y ambiente controlado (2)

Fifí nunca me ha hecho el menor de los casos. Tal vez por los malos hábitos que le ha inculcado mi mujer, que siempre le consiente cualquier antojo.

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Fifí es una perra muy educada. A todas luces puede verse que su barroco nombre, en concordancia con la raza, hace honor a su pedigrí. Cuando recién la adquirimos pensé llamarla Roseta. Mi vieja terminantemente se opuso.

Explicó, muy a su manera: “Tal vez el nombrecito ese te recuerda alguna lagartona con la que anduviste loqueando antes de casarte”. No insistí más. Preferí dejar abierta la incógnita.

Por lo demás, Fifí nunca me ha hecho el menor de los  casos. Tal vez por los malos hábitos que le ha inculcado mi mujer, que siempre le consiente cualquier  antojo. En mi actual circunstancia jubilatoria, compartir sitios estratégicos en el hogar con el animalito que se volvió un inesperado problema.

Buscando refugio −en esas interminables horas, cuando se hace el aseo en casa− me encontré con la violenta oposición de ladridos histéricos y arañazos sobre mis piernas el día que quise sentarme en el sofá de la sala a leer un libro de Cuauhtémoc Sánchez.

No supe si el airado reclamo se debió a mi irrupción en el espacio que la perrita supone de su propiedad, o por el título del mentado libro. Pero no andaba de humor para averiguaciones acerca del mal comportamiento canino. Cuando quedan por delante muchos años de compartir día y noche es comprensible preguntarse qué tan dispuesto se está para soportar malos modos.

Un librazo de refilón, que aterrizó sobre las ancas de Fifí, fue suficiente para imponer mi autoridad. La mascota cambió de actitud. Se quedó viéndome fijamente, con las orejas gachas; como tomando su tiempo para considerar qué seguiría a continuación. Sin ceder, mantuve objetivamente el volumen a la vista.  

El faldero, meneando la cola, haciendo gracias y gemiditos, logró seducirme a cederle un espacio. Ahora entiendo por qué Fifí es tan inteligente. Aunque se sale con la suya y hace lo que se le pega su perra gana, al fin de cuentas entiende quién es el que manda. 

He estado considerando seriamente −en mi reciente introspección espacio-temporal– el efecto que tendría un librazo definitivo sobre la anatomía de mi mujer.

Sin embargo, la visión de la puerta principal de par en par y mi maleta amarilla en la entrada me han contenido. Se antoja prematuro establecer una conclusión. Acaricio el suave lomo de Fifí. Consuela suponer que cuento con una aliada.

¡Vaya biem!

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