De Cancún al Kilimanjaro VII

En las condiciones más ásperas y adversas (frío, cansancio, dolor), los excursionistas se enfrentan a la hora de la verdad.

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Por Fernando Martí

Cualquiera que se anime a subir el Kilimanjaro debe estar al tanto de las estadísticas que lleva el Parque Nacional (las únicas confiables), que dejan saber que un porcentaje de quienes intentan el asalto a la cumbre, simplemente no llegan.

El agotamiento es la primera causa; las lesiones son la segunda (torceduras de tobillo y de rodilla, y eventualmente, una fractura); y el mal de montaña, la tercera. Todas son definitivas e inapelables: no te puedes esperar a reponerte, y menos a curarte. Si no puedes a la primera, vas para abajo.

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¿Cuántos fracasan? Depende de la ruta elegida pero, en términos absolutos, el porcentaje es moderado. En las rutas más duras, Lemosho y Rongai, alrededor del 30 por ciento. En las más sencillas, Marangu y Machame, más o menos el 20. Hay también una ruta suicida, Umbwe, que es casi una línea recta: cuatro días de ascenso a marchas forzadas, cero chance de aclimatizarte y un porcentaje de fracasos superior al 50 por ciento (las agencias de viaje que organizan la excursión, que por obligación hay que contratar, presumen en internet porcentajes de éxito superiores al 90: falso de toda falsedad, es pura propaganda de ventas).

La proporción de fallas va en relación directa a la condición física y al estado anímico de los caminantes. Casi todos son adultos jóvenes, están fuertes y saludables, hacen ejercicio en casa, van en grupo, se animan unos a otros, culminan la hazaña sin mayor (o con mayor) dificultad. Los fracasos tienen que ver con gente de la tercera edad, mal estado físico, salud precaria, y sobre todo, sobrepeso (pero quienes venden la excursión no lo advierten).

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Quienes sí te advierten son los que ya han vencido la cumbre. Internet está repleto de testimonios de andarines, y todos son unánimes en el consejo: prepárate bien. El Kilimanjaro se puede subir a pie, pero es una excursión que demanda un tremendo esfuerzo físico, cierta fortaleza mental, buen equipo de montaña y una empresa de guías responsable, que ponga por delante el bienestar de sus clientes.
De otra manera, ni siquiera vale la pena intentarlo.

Las estadísticas consignan otro dato: nueve de cada diez fracasos tiene lugar en la última jornada.
Es decir, mañana.

Ahora sí que llegó la hora de la verdad.
Hoy la cosa está en veremos, mañana estará definida: puedas o no puedas, mañana vas a ser parte de las estadísticas.  

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Día 7 (y 8)
Septiembre 11 (y 12) / 7:05 de la mañana 
Stella Point / Altitud: 5,739 m

Uhuru Peak, con sus 5 mil 895 metros de altura, está a pocos minutos de distancia de Stella Point. En otras condiciones, sería una plácida caminata, un paseo dominical. Pero hace un frío bestial, menos dieciséis grados, y se dejan sentir ráfagas filosas. Las piernas duelen, las botas aprietan, pero no tengo duda de que vamos a llegar a la cumbre, aunque sea gateando.

León marcha adelante, mientras yo pierdo minutos tomando fotografías, una operación engorrosa que requiere despojarse de los guantes, apuntar, enfocar, disparar, y volverse a forrar las manos (con los guantes puestos, imposible, están tan acolchonados que no hay manera de presionar el disparador).
Estos últimos kilómetros, sobre el borde del cráter, de una pendiente realmente suave, me permiten reparar en la fauna que logró llegar a la cima. Todos vienen eufóricos, lo cual no es de extrañar: ríen, gritan, aúllan a lo gringo, entonan cánticos a lo nórdico, corren, saltan, se empujan (ya van de bajada). Casi todos son jóvenes, en la acepción actual y aceptada de los modernos parámetros de edad, o sea, entre 30 y 50 años.

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Pero el paso del tropel me permite contar las excepciones: gente de la tercera edad, y algunos de la cuarta, con pinta de septuagenarios; personas en mal estado físico, cojeando por las lesiones; gordos, y aún obesos que jadean, pero que no se rinden. En realidad, las excepciones no son tan pocas: son bastantes, y esas hazañas consumadas, el doble de meritorias, me llevan a pensar que para conquistar esta montaña, o cualquier otra, hay un elemento que no aparece en las guías: mucho corazón.

Con esas elucubraciones en la mente llego a Uhuru Peak. Dos enormes troncos sostienen una serie de tableros cruzados, de apariencia alpina, donde se informa al forastero que ha llegado al punto más alto de África.

Unas 30 o 40 personas rodean la estructura. En grupos, se van desplazando para colocarse al frente y tomarse la histórica foto. Como León llegó antes (y apartó lugar, me imagino), no tengo que esperar mucho. Los guías nos captan exhaustos pero felices, mientras desplegamos una bandera de México, muy aplaudida por la concurrencia. Terminada la toma no queda nada que hacer, salvo bajar. Se dice fácil, pero esa será la parte más dura de la jornada. Primero, bajaremos en tres horas lo que subimos en siete, con un castigo severo para caderas y rodillas. Y luego, seguiremos caminando cinco horas, para alcanzar un campamento de menor altura, Mweka Camp (3,068 m), evitando el riesgo del mal de montaña.

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Al día siguiente, como el primero, una senda idílica nos llevará, a través del bosque tropical, a Mweka Gate, puerta de salida del Parque Nacional (que no es la misma que la puerta de entrada). Ahí, en la oficina de los guardias rurales, nos entregarán el diploma que acredita que subimos a la cumbre del Kilimanjaro.

Han pasado algunos meses desde que concluyó esta modesta aventura, que ha sido tema de conversación en muchas charlas de sobremesa. Al oír la crónica, los amigos muestran curiosidad por los detalles (fechas, equipo, costos, vuelos), pero hay una pregunta que se repite sin cesar.

¿Lo volverías a hacer? La respuesta es no.

Hay cosas en la vida que con una vez tienes, y el Kilimanjaro es una de ellas (al menos para mí).

Ciertamente, la excursión me dejó adolorido, pero no en exceso: a los dos o tres días ya estaba aceptablemente repuesto. Más o menos lo mismo que cuando te pones a hacer ejercicio: al día siguiente te duele todo, pero las molestias pasan rápido. Más que el recuerdo del agotamiento físico, conservo fresco en la memoria el ejercicio de paciencia, el goce visual de los paisajes únicos, y claro está, la plenitud de llegar a la cima.

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Una experiencia fantástica, pero con una vez es suficiente. A lo mejor busco otra, pero ésta de nuevo, más bien no. 

De hecho, ni siquiera trato de persuadir a nadie de que lo intente. Y por una razón muy sencilla: creo percibir en esas pláticas que, si de veras te gusta este tipo de disparates, para animarte no necesitas que nadie te eche porras.Fin

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